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MARISA CULATTO
«Las rutinas de la transparencia»

Por Susana Blas

«Tiempo de los vegetales: parecen siempre paralizados, inmóviles. Les damos la espalda por unos días, una semana, y su postura se ha precisado más, sus miembros se han multiplicado. Su identidad no ofrece duda, pero su forma se va realizando cada vez mejor».

Francis Ponge, Tomar partido por las cosas. (1942).[1]
 

No me resulta fácil poner palabras a mi primer encuentro con Ophelia (2014) y Flora (2015), las dos nuevas series fotográficas de Marisa Culatto, inmersas en capturar órdenes vegetales en contacto con el agua. Sutiles trazos arbóreos, flores, restos de plantas o algas marinas aparecen y se relacionan entre sí, en situaciones azarosas, sumergidos o congelados. Sentimos que estamos ante una impresión, y no ante una representación. Desde su honestidad desaliñada son cuadros que desmontan los juicios críticos. Desarman las teorizaciones como nos desarma un haiku. Me atrevería a decir que, al igual que este género de la poesía japonesa, sus imágenes están desprovistas de enjuiciamiento. Son golpes de verdad depurados por el entendimiento y el corazón a partes iguales.
Observé sus fotografías y mi mente divagó largo tiempo. Miré el reloj sorprendida. Comprobé que había pasado muchos minutos extasiada por las imágenes, como quien observa el lento viaje de las nubes. 
Súbitamente, los dos autores que aterrizaron en mi mente fueron el poeta y ensayista Francis Ponge (1899-1988), que en su literatura examinó el mundo mudo de las cosas, y John Ruskin (1819-1900), el teórico del arte que encumbró a los pintores prerrafaelitas. Ruskin pensaba que el placer que sentimos ante la naturaleza no solo obedece al sentimiento que nos genera, sino que tiene que ver con el pensamiento e incluso con la ciencia, de ahí que incitara a los artistas a saber de geología y de botánica antes de pintar un paisaje. Representar la naturaleza implicaba hallar un equilibrio entre sentir y pensar que él denominó la inocencia del ojo, a las órdenes del cual se podía captar la impresión inefable que nos produce contemplar el mundo natural. Entre los recursos necesarios para lograr este fin destacaba representar las cosas sin nitidez y a distancia, y en este punto encuentro resonancias con el proceder de Marisa Culatto, que utiliza una distancia y escala premeditadas para fotografiar las vegetaciones submarinas de la serie Ophelia. Ella misma me confiesa esta apreciación: «Ophelia se produce a gran escala para ser más irreal, porque si no haces las fotografías a gran escala, se pierde el carácter borroso que adquieren bajo el agua».

También es importante el modo azaroso en que surge la serie, y las decisiones formales que adopta (por ejemplo el recurso a la multiplicidad), para capturar ese cosmos emocional e informe que solo existe a nivel acuático: «Ophelia es un encuentro. De vacaciones en una playa del Reino Unido, al bajar la marea percibí que se formaban unos cuencos en la arena, cientos de ellos, cada uno conteniendo un pequeño grupo de algas. Me recordó a la vegetación flotante del cuadro prerrafaelita  Ophelia (de ahí viene el nombre de la serie), que es la parte del cuadro que siempre me ha fascinado». Y el descubrimiento que hace Marisa de esas cavidades de agua en las que viven formaciones vegetales solo lo concibe expresado en forma de serie: «Ya te habrás dado cuenta de que me interesa mucho la repetición, y ahí tenía una serie completa, colocada para mí por elementos naturales». Es decir: estirar un concepto en una sucesión no es para la artista una decisión meditada a la ligera, sino un elemento esencial constitutivo de su práctica. Marisa renuncia a la pieza única por convicción. «Las cosas repetidas me atraen. Coleccionaba de todo de niña. Con una pieza no me vale. No soy testimonial. Es algo lírico y pictórico que necesita ser prolongado». Pensemos que adoptando un mismo tono, y a modo de fotogramas de una narrativa desconocida e infinita, sus paisajes mentales vegetales son al mismo tiempo distintos e iguales. Parecerían ideas fluyendo en el magma de nuestra mente, sujetas a leves choques ocasionales, a diminutos accidentes florales y aflicciones vegetales. A semejanza con el estado de meditación, observamos las ideas, las sentimos entrar y salir, fluir sin abrupciones en el cerebro. Nos limitamos a observar en calma ese flujo vital.

Seguramente sin premeditación, la actitud de Marisa comulga con el pensamiento budista en su renuncia a fijar una única realidad y abrazar la mutabilidad. «Uno de mis intereses recurrentes es la idea de que la realidad no existe como concepto fijo, de que es solo una hipótesis, ya que cada uno la interpreta filtrándola y reconstruyéndola a través de sus propios condicionantes», me escribe Marisa en una de sus cartas. «A nivel estético considero que los reflejos y las transparencias expresan este concepto maravillosamente. Las transparencias, tanto en los charcos de agua de Ophelia, como en el hielo de Flora, parece que nos dejan ver, pero en realidad lo que hacen es distorsionar (difuminar) la visión». Y en este punto vuelvo a Ruskin, porque si parte del ideario del teórico del siglo XIX coincide con el de la artista (captar las impresiones más allá del entendimiento, evitar la nitidez engañosa, apostar por la fluida transparencia), añadiré un nuevo punto de encuentro: el interés por lo insignificante, por lo pequeño, que variándolo de escala se torna enorme, un micromundo encerrado en otro, un todo en otro todo. Y si Ruskin elogiaba los concentrados puntos de vista del pintor Turner, que percibía en el dibujo de una porción de césped un sentido moral, Marisa Culatto en sus bodegones congelados de elementos vegetales construye un cosmos; un juego de dimensiones afectivas que también me evoca la deliciosa escritura de Ponge cuando describía una concha: «Una concha es una cosa pequeña, pero puedo desmesurarla al colocarla de nuevo donde la encuentro, posada en la extensión de la arena. Porque entonces tomaré un puñado de arena y observaré lo poco que me queda en la mano después de que por los intersticios de mis dedos casi todo el puñado se haya escurrido, observaré algunos granos, luego cada grano, y ninguno de esos granos de arena en ese momento me resultará ya una cosa pequeña, y pronto la concha formal, esa concha de ostra… me impresionará como un enorme monumento».[2]

Pero la serie Flora (2015) añade además nuevas preocupaciones a las exploradas en Ophelia (2014), fundamentalmente la reflexión sobre la caducidad de la existencia, sobre el desmoronamiento de la materia y el deterioro de los cuerpos. Inmersa en esta óptica, cambiar de estado el agua se convierte en una solución metafórica y evocadora en manos de la artista, que me confiesa: «Llevaba mucho tiempo (mucho antes de realizar Ophelia) dándole vueltas a la idea de fotografiar una composición congelada por mí, basada en el bodegón.  Al acabar Ophelia vi claro que la composición iba a ser vegetación.  La intención conceptual tiene que ver con la belleza, su pérdida y el esfuerzo fútil por conservarla finalmente habla del hecho fotográfico en sí: el ‘congelar’ el instante». El agua, en tantas culturas símbolo de la inmortalidad y del ciclo eterno de la existencia, muta según esté en un estado congelado, evaporado o fluido. Los suyos son bodegones que no atrapan solo lo terso y lo vivo, celebran también lo podrido, que en otro momento fue glorioso. Marisa se adentra en sus miedos y asume la atracción y la repulsión que le genera el envejecimiento; por eso es capaz de halagar los rostros ajados de las mujeres maduras y su singular belleza marchita, al tiempo que le aterroriza la decrepitud. De nuevo no juzga, solo expone, como lo haría un haiku no exento de melancolía.

Para superar la variedad de opciones que le presenta ese mundo informe en el que la artista navega, Marisa se impone rutinas: restricciones y condicionantes personales sencillos que limitan su campo de acción; por ejemplo, no usar más de dos recipientes congelados a la vez en la ejecución de los bodegones; o no añadir en sus composiciones ningún elemento que no haya sido recogido en el paseo diario y cotidiano que la lleva de su casa al centro de Londres. Ese azar ordenado es el que escribe su devenir, el único que acota las infinitas posibilidades de una sensibilidad extrema.

 

«La belleza de las flores que se marchitan: los pétalos se retuercen como bajo la acción del fuego; y de eso se trata; una deshidratación. Se retuercen para dejar a la vista las semillas, a las que deciden dar su oportunidad, campo libre…».

Francis Ponge, Tomar partido por las cosas. [3]
 
«Cuando mi vida
atiende al crisantemo
se tranquiliza».

Shuoshi


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[1] [2] [3]  Francis Ponge, Tomar partido por las cosas. Galaxia Gutenberg





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